Tomamos un café en esos lugares que de tan tristes son bellos.
Bellos por la belleza que hay en lo muerto, en el vacío.
Me gustaba estar sentada ahí con él. Sin que nadie más se respire nuestro aire.
Luces frías y azuladas, un sonido metálico y constante que venía de alguna máquina, cámaras de seguridad controlando nuestros movimientos.
Mesas de plástico gastado y una televisión prendida, pero sin programación.
Sábado, casi 3 am.
Desde ahí arriba, atravesando con la mirada los vidrios espejados que nos rodeaban, lográbamos ver multitudes de adolescentes yendo y viniendo de bar en bar, como suelen ser las salidas nocturnas en Bariloche, un desfile de bares tan distintos.
Nos habíamos propuesto prejuzgarlos, criticarlos, pero ni eso nos salía. El estar con el café calentándonos las manos, y perderse entre la contemplación y el silencio era más importante.
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